Tenía 16 años cuando fui por primera vez al Tigre, apenas iniciada la década del 90. Fui con mi pareja de entonces, Ernesto, a festejar el cumpleaños de otra loca, Miguel Angel, que alquilaba un bungalow. Fue mi primera fiesta de locas, una experiencia extrema para un adolescente inexperto en esos eventos. Hay que pensar que, en esa época, no podía ni siquiera entrar a discos o pubs porque mi edad no me lo permitía. Una vez traté de infiltrarme en el pub Teleny y fui expulsado en menos de un minuto. La máxima reunión gay en la que había estado era alguna cena en el departamento de un amigo, con poca gente. En esa época todavía había ciertos rituales, ciertos descontroles propios de las reuniones de locas. Tanto puto desatado para mí fue como estar en una orgía con la ropa puesta.
Ese día en el Tigre conocí a una pareja gay, dos tipos que vivían permanentemente en una isla, que tenían más de cincuenta años y más de veinte de pareja. No recuerdo sus nombres, pero sí que ambos eran adorables, dos personas cálidas, muy diferentes a las pocas parejas que había conocido en Buenos Aires. Desde ese momento imaginé al Tigre como una suerte de paraíso gay, la fiesta multitudinaria y esa pareja quedaron impregnados en el escenario del Delta casi al punto de convertirse en sinónimos.
Recuerdo que por esa época leía todo Cortázar. Y uno de sus cuentos de Final del juego, "Relato con un fondo de agua", lo interpretaba como una tortuosa historia gay porque estaba narrado por un hombre que le hablaba a otro y transcurría en el Delta. Cuando se lo comenté a alguien le pareció un disparate, tal vez lo sea. Nunca más volví a leerlo. Incluso, cuando vi Muchacho, la película de Leo Fleider con Sandro filmada en el Tigre, también pensé que el secreto que esconde el enigmático protagonista anónimo era su orientación sexual. Otro disparate. Me había convertido en un adolescente que alucinaba con efluvios homoeróticos en cualquier representación del Tigre.
Volví sólo una vez más al Tigre, al poco tiempo, a pasar un fin de semana. Con los años me fui poniendo al tanto de anécdotas gay del Tigre, especialmente de los rumores de los Carnavales ("Sabías que aquella de barba va todos los años disfrazada de la Coca Sarli para comerse a los chongos"). Finalmente, el libro Fiestas, baños y exilios, de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, sobre los gays porteños en la última dictadura, documentó con claridad sobre la vida marica del Delta, sobre sus mitos y realidades.
La León de Santiago Otheguy es la primera película que representa ese homoerotismo del Delta.
Tenía 16 años cuando fui por primera vez al Tigre, apenas iniciada la década del 90. Fui con mi pareja de entonces, Ernesto, a festejar el cumpleaños de otra loca, Miguel Angel, que alquilaba un bungalow. Fue mi primera fiesta de locas, una experiencia extrema para un adolescente inexperto en esos eventos. Hay que pensar que, en esa época, no podía ni siquiera entrar a discos o pubs porque mi edad no me lo permitía. Una vez traté de infiltrarme en el pub Teleny y fui expulsado en menos de un minuto. La máxima reunión gay en la que había estado era alguna cena en el departamento de un amigo, con poca gente. En esa época todavía había ciertos rituales, ciertos descontroles propios de las reuniones de locas. Tanto puto desatado para mí fue como estar en una orgía con la ropa puesta.
ResponderEliminarEse día en el Tigre conocí a una pareja gay, dos tipos que vivían permanentemente en una isla, que tenían más de cincuenta años y más de veinte de pareja. No recuerdo sus nombres, pero sí que ambos eran adorables, dos personas cálidas, muy diferentes a las pocas parejas que había conocido en Buenos Aires. Desde ese momento imaginé al Tigre como una suerte de paraíso gay, la fiesta multitudinaria y esa pareja quedaron impregnados en el escenario del Delta casi al punto de convertirse en sinónimos.
Recuerdo que por esa época leía todo Cortázar. Y uno de sus cuentos de Final del juego, "Relato con un fondo de agua", lo interpretaba como una tortuosa historia gay porque estaba narrado por un hombre que le hablaba a otro y transcurría en el Delta. Cuando se lo comenté a alguien le pareció un disparate, tal vez lo sea. Nunca más volví a leerlo. Incluso, cuando vi Muchacho, la película de Leo Fleider con Sandro filmada en el Tigre, también pensé que el secreto que esconde el enigmático protagonista anónimo era su orientación sexual. Otro disparate. Me había convertido en un adolescente que alucinaba con efluvios homoeróticos en cualquier representación del Tigre.
Volví sólo una vez más al Tigre, al poco tiempo, a pasar un fin de semana. Con los años me fui poniendo al tanto de anécdotas gay del Tigre, especialmente de los rumores de los Carnavales ("Sabías que aquella de barba va todos los años disfrazada de la Coca Sarli para comerse a los chongos"). Finalmente, el libro Fiestas, baños y exilios, de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, sobre los gays porteños en la última dictadura, documentó con claridad sobre la vida marica del Delta, sobre sus mitos y realidades.
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